domingo, 19 de octubre de 2014

Las dos formas de hacer algo que a nadie le importa.

Me levanté de la silla. Fui a la cocina. Llené el hervidor de agua y lo coloqué de nuevo en su base. Pulsé el botón de encendido y di un paso atrás para apoyar la espalda en la pared. mientras esperaba a que la máquina terminara su trabajo, pensé: "¿dónde están los matices?" Antes los colores tenían tantas tonalidades como cuadros diferentes podían pintar las mañanas. Me di cuenta, atenazada por el espanto, de que había crecido. La independencia me había apartado de la sorpresa cotidiana por cualquier detalle inadvertible para cualquiera que no hubiera vivido tres cuartas partes de su vida con una cámara al cuello. Y, en ese mismo instante en el que sentía una mezcla de terror y desconcierto, decidí involucionar hacia una niá de siete años a la que regalan su primera cámara desechable. justo ahí, cambié mi mundo. Y volví a empezar.

Miré fijamente los libros que acumulaba, abiertos casi aleatoriamente, a lo largo y ancho de mi mesa de estudio. Hastiada, pensaba en la forma en la que estaba malgastando una preciosa mañana de domingo. Abrí la ventana, dejando entrar una bocanada del frío aire que aún insistía en recordarnos que la primavera necesitaba un período de adaptación. En un impulso casi reflejo me estiré y saqué la cabeza por la ventana. Y vaya vistas. Había unas nubes grises cubriendo el minúsculo pedazo de cielo que se advertía a través del patio inferior que formaba mi bloque de pisos. Y aún peor, una aglomeración de gris oscuro como la noche se acercaba. Decididamente, iba a ser un domingo de lluvia. Me levanté de la silla, no sin antes dar un par de vueltas sobre el eje de la cómoda butaca de escritorio de mi estudio. Deambulando un poco por la habitación, fijé la mirada en el dorso de un libro. Escritas en blanco sobre la baqueteada cubierta marrón se veían, con dificultad, el nombre del autor y el título del libro. "¿Por qué el nombre del autor se resalta más que el del libro?" pensé. Si yo escribiera un libro, dejaría destacar el título. No quiero que la gente me lea por quién soy, si no por lo que escribo. Siguiendo el hilo de mis pensamientos, salí de la habitación. Pasé por delante de la falsa copia de La Gioconda que, al girar, se convertía en una calavera. Un hallazgo estúpido de estos de mercadillo que a mí siempre me sacan la sonrisa. Con esa sonrisa tonta entré en la cocina. Mecánicamente, me dirigí hacia el hervidor de té que había conseguido hacía un par de semanas. Gran compra. Llené la jarra, procurando no sobrepasar el límite. No me apetecía limpiar la encimera de agua hirviendo. Coloqué la jarra en el soporte y pulsé el botón. Acto seguido, di un paso atrás para apoyar la espalda en la pared, como hacía siempre. Y, satisfecha, observé las burbujas intentar escapar de la prisión donde las estaban torturando. Más satisfecha aún conmigo misma por haber recuperado un poco de la predilección por los matices tontos que hacen la vida interesante.



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