lunes, 21 de julio de 2014

Los puntos de sutura no pueden ser suspensivos (1)

Ese día. Ese día me levanté y noté el cambio. Antes de poder poner el pie en el suelo, la noche anterior volvió a mí como un flechazo. Había muerto. Había muerto de todas las formas crueles, sangrientas y dolorosas que podía imaginar, y aún faltaban detalles que no querían ser recordados. Pero, por alguna razón, seguía viva.
Me desnudé y, cuando me giré frente al espejo de la ducha, no pude ahogar el grito de terror al ver la inmensa cicatriz que me cruzaba el cuerpo. Del cuello al estómago. Horrible. Aterradora. Viva.
Y lo entendí todo. Me habían transplantado el corazón. Pero no había entendido lo más importante, qué corazón me habían puesto. Y no lo entendí hasta que salí a la calle y sentí que el todo era yo. Que yo era el todo.
Me habían puesto el corazón de la ciudad. Y ese corazón funcionaba solo. Todo era diferente, y cada calle con cada rincón que había visto cada día de mi vida hasta esa mañana parecía formar parte de otra ciudad diferente. Y ¡Vaya matices!
La ciudad está sumergida, ahora lo se. Por eso los aviones que surcan el cielo dejan una estela, como los barcos. Por eso a algunos nos resulta tan difícil salir de la ciudad. Tenemos que luchar contra algo más pesado que el aire, porque nos enfrentamos a nuestra necesidad de respirar.
No estaba sola. El gentío de la ciudad era como la sangre que circulaba por las venas. Y yo tenía el corazón que la bombeaba.

martes, 15 de julio de 2014

Y yo pa' quien lo entienda.

Pasan las horas, hagas lo que hagas, y vaya si hace calor. Hace tanto calor que se me ha derretido una neurona, y mira tú por donde ha acabado encima del teclado escribiendo. Ella dice que está cómoda, así que voy a dejarla libre y abandonada al surrealismo más coherente para cualquiera que esté dentro de mí.
Las horas que pasan, que se persiguen jugando lentas y viscosas por el suelo, como serpientes, como abrigos de pana mojados en invierno por la lluvia que no se secan. Como las fotos en ráfaga que se suceden y parece que todo es igual pero no lo es, porque esa milésima de segundo ha valido lo bastante como para que aquella tercera hoja de la cuarta rama del segundo árbol de allí detrás (sí, aquella, la que está seca y parece que se va a caer cuando el viento la toque) haya cambiado su posición y, en la siguiente milésima de segundo, una bomba estalle y haga añicos la vida y la existencia y todo cambie brutalmente y yo apague la cámara porque he sentido una ligera brisa que me ha recordado que llego tarde a cualquier otra hora que ha decidido seguir pasando.
Pero es verano y las horas adquieren un ritmo frenético para la pobre neurona que me quedaba sobre el teclado, que es muy pequeña y no sabe hablar aunque escribe más rápido de lo que pueden leer las que aún están dentro de mis circuitos. Y ella sigue, y sigue, y sigue, dándole a las teclas como al piano como a la guitarra, olvidando por instantes los signos de puntuación y, inconscientemente, riñéndole a las horas.
Que no paséis, joder. Que ya sois mayores como para correr tanto.
Y las horas, arrepentidas, se dieron la vuelta.
Y yo pestañée y salí del trance en el que me habían metido tus ojos marrones mirando al lago.

Ha cambiado, dicen. Verás, digo.

Y me dicen y me repiten que he cambiado. Y vaya que sí. Tanto que ya no soy solo yo, ahora soy (parafraseando a un grande) yo y mis circunstancias. Y ellos. Soy yo, y soy ellos, y somos nosotros. Por eso cambio de blog, para dejar un poco más atrás si cabe una etapa. 
¿Habéis aprendido ya a mirar los detalles? Porque eso es lo que yo vengo a enseñaros. Vengo como alumna, no como profesora, pero como alumna de un curso por delante que no ha alcanzado el nivel y tiene que repetir. 
Olvidad mirar para aprender a ver. Y veréis muchas cosas que no imaginabais. Y, con el tiempo, os veréis a vosotros mismos. 
Pero cuidado, a veces nos centramos en ver lo que hay debajo de las cosas que acabamos viendo pasar nuestra vida al lado del humo del café. Y nadie quiere eso. ¿No?