martes, 15 de julio de 2014

Y yo pa' quien lo entienda.

Pasan las horas, hagas lo que hagas, y vaya si hace calor. Hace tanto calor que se me ha derretido una neurona, y mira tú por donde ha acabado encima del teclado escribiendo. Ella dice que está cómoda, así que voy a dejarla libre y abandonada al surrealismo más coherente para cualquiera que esté dentro de mí.
Las horas que pasan, que se persiguen jugando lentas y viscosas por el suelo, como serpientes, como abrigos de pana mojados en invierno por la lluvia que no se secan. Como las fotos en ráfaga que se suceden y parece que todo es igual pero no lo es, porque esa milésima de segundo ha valido lo bastante como para que aquella tercera hoja de la cuarta rama del segundo árbol de allí detrás (sí, aquella, la que está seca y parece que se va a caer cuando el viento la toque) haya cambiado su posición y, en la siguiente milésima de segundo, una bomba estalle y haga añicos la vida y la existencia y todo cambie brutalmente y yo apague la cámara porque he sentido una ligera brisa que me ha recordado que llego tarde a cualquier otra hora que ha decidido seguir pasando.
Pero es verano y las horas adquieren un ritmo frenético para la pobre neurona que me quedaba sobre el teclado, que es muy pequeña y no sabe hablar aunque escribe más rápido de lo que pueden leer las que aún están dentro de mis circuitos. Y ella sigue, y sigue, y sigue, dándole a las teclas como al piano como a la guitarra, olvidando por instantes los signos de puntuación y, inconscientemente, riñéndole a las horas.
Que no paséis, joder. Que ya sois mayores como para correr tanto.
Y las horas, arrepentidas, se dieron la vuelta.
Y yo pestañée y salí del trance en el que me habían metido tus ojos marrones mirando al lago.

No hay comentarios:

Publicar un comentario